Uno de los rincones más mágicos de la ciudad de Madrid es el Templo de Debod. Un mordisco de antigüedad situado muy cerca de Plaza de España, en el centro neurálgico de la ciudad. Con 2200 años de historia a sus espaldas, el templo es un regalo que Egipto hizo al país en el año 68 por la ayuda prestada a la conservación de los templos Nubios, principalmente al maravilloso Abu Simbel, debido a la construcción de la presa de Asuán. Pero España no fue el único en recibir el agradecimiento egipcio, también Nueva York, Turín y Leiden fueron los otros afortunados en acoger este tesoro egipcio sobre su suelo.
Curiosamente, a pesar de llevar 14 años viviendo en la ciudad, ha sido la primera vez que me he decidido a visitar este vestigio cultural. Es algo que siempre he sabido que estaba ahí, que siempre he querido ver, pero que caía en el olvido de mis cosas pendientes. Y después de disfrutar de la maravilla cultural en un enclave de lujo, me arrepiento de no haber acudido antes.
En medio de la maraña de altos edificios que decoran el centro de la capital, dejando el Palacio Real y la Catedral de la Almudena elevándose a tus espaldas, comienzas la ascensión hacia lo que fue el Cuartel de la Montaña y donde hoy descansan el conjunto de piedras que forman el templo. El inimaginable traslado de la construcción a Madrid no fue algo sencillo, más bien todo lo contrario. Una vez desmontado el templo en su localización original, fue embalado y trasladado desde la ciudad de Alejandría hasta Valencia, donde esperaban una legión de camiones para trasladar los vestigios a la capital.
Bajo la supervisión del arqueólogo Martín Almagro Bach, fue armándose el gran puzzle que supuso ser el Templo de Debod. El regalo egipcio seguro que produjo más de un dolor de cabeza a Bach, que tan solo contaba con un plano y unas cuantas fotografías para reconstruir el magnífico conjunto sobre el Monte de Príncipe Pio.
Se cuenta que más de cien bloques habían perdido la numeración y otros tantos tenían marcas no registradas en los planos. Finalmente, se levantó la grandiosidad del templo, su fachada hipóstila erigida ex novo, perdida desde el siglo XIX.
La belleza visual que ofrece todo el conjunto es sencillamente espectacular. Su línea de puertas parecen estar flotando sobre el agua que las recorre, para acceder al interior que esconde su historia, totalmente visitable.
El centro del edificio principal es la capilla de Adijalamani (o de los relieves) y está considerada como la parte más antigua del conjunto. El calor en su interior es más que palpable, y agradecido en estos momentos que se nos hielan hasta las pestañas. Sus paredes albergan escenas que representan al rey adorando a los dioses y ofreciéndoles sacrificios. Desde sus comienzos, esta capilla se consagró a los dios Amón de Debod, que cuenta con su propia naos.
Las capillas laterales albergaban los altares y estatuas de otros dioses residentes en Debod, en ellas se realizaban ritos y ofrendas diarias al mediodía y al atardecer. La capilla norte pudo estar dedicada a los dioses Jnum y Mahesa y la sur a Osiris.
Dicen que el mejor momento para visitar este lugar que en su día fue de culto y ahora es centro para curiosos, turistas y los propios madrileños, es el atardecer, cuando el sol empieza a morir y derrama sus lágrimas de oro, pintando las milenarias piedras de naranjas notas.
En mi caso, acudí al recinto por la mañana, con el sol en todo lo alto, disfrutando del despertar de la ciudad. El enclave, como decía, es privilegiado. Se puede divisar el vasto manto verde que dibuja la Casa de Campo, con las reconocibles atracciones de su parque. Justo al lado contrario se corta el horizonte con el enorme edificio España, a un lado continúa la naturaleza en el Parque del Oeste y hacia el otro, en lo alto, se erige el imponente Palacio Real y la Catedral de la Almudena.
El Templo de Debod es un contraste increíble, un regalo inigualable. En definitiva, uno de los mejores tesoros que esconde la ciudad de Madrid.
Fotos: iPhone 5 by Araceli Rodríguez ©